La miré, y me quedé helado.
La miré estupefacto, no podía creerlo, no, ahora no, me dije, se me vienieron miles de cosas a la cabeza, mientras un frio de muerte me recorría el cuerpo. No, ahora no, dije por dentro.
Me agarré de las manos, las junté, miré al dios invisible que aunque está en todos lados uno lo busca arriba, dije en voz alta: por qué a mi, por qué ahora, si pasamos tantos inviernos juntos, si no daba ninguna señal de cansancio, de vejez, nada, no como yo que cada mañana me encuentro una arruga nueva, nada, ella igual que siempre.
Lo peor era la hora, las 12 de la noche o la una, no miré el reloj, porque sabía que era tarde y, a esa hora no podés llamar a nadie.
Me quedé más solo que nunca. Pasé de la desesperación, a la no resignación, comencé a golpearla a ver si se destrancaba algo que no estuviera bien, pero despacito, como si aún pudiera reaccionar.
Pero uno sabe, uno siempre sabe cuando ya no hay caso.
Pasé por la etapa de, ruego, que se hiciera un milagro, que ocurriera mañana, cuando tuviera ayuda, cuando pudiera salir a remediarlo. Pero nada.
Pasé rápidamente a la etapa de la resignación, encendí las hornallas de la casa y el horno, a ver si se solucionadaba algo, si me quitaba ese frio de muerte que me había dejado el calefactor al morir de esa manera. Tan estúpida, en el medio de la noche. |